Uno
de los problemas clásicos estudiados por la Microeconomía es el de
los bienes públicos. El concepto de bien público que manejamos los
economistas es un poco distinto de lo que habitualmente se entiende
por él. Un bien público es un bien que tiene dos características:
-
no es excluible, esto es, no se puede impedir su uso a una persona y
-
no es rival: su consumo por parte de un individuo no reduce la
cantidad de la que los demás pueden disponer.
El
ejemplo de libro de bien público es el del faro para guiar a los
barcos: no podemos evitar que un barco en concreto pueda verlo y en
consecuencia utilizarlo (no es excluible) y el hecho de que un barco
esté haciendo uso del faro no excluye que otros puedan usarlo
simultáneamente (no es rival).
Hay
algunos bienes como la educación que no son propiamente un bien
público (es excluible y en cierta medida es rival) pero se analiza
como tal puesto que la mayor parte de países han tomado la decisión
política de tratarla como tal y financiarla con dinero público.
Pero
volvamos a los bienes públicos puros… estos bienes presentan un
problema de cara a proveer una cantidad óptima del mismo. Veámoslo
con un ejemplo:
Supongamos
que mi calle es muy oscura y a todos los vecinos nos gustaría que
hubiese una farola para iluminarla por la noche. Vamos a suponer que
las farolas cuestan 1.000€ y somos 100 vecinos. En principio todos
estaríamos dispuestos a poner una cantidad, pongamos 20€, para
financiarlas. No debería haber problema para recaudar entonces los
1.000€ necesarios. Sin embargo, algún vecino puede pensar que si
él no paga “a escote” el resto de vecinos pondrán su parte. El
se beneficiará de la farola pero no habrá pagado nada. Mientras
sólo sea un vecino el que piensa esto el problema no es muy grave…
el resto pondrán un poco más y soportarán al “gorrón”. Sin
embargo el número de gorrones puede ser muy superior (“si ese no
paga, yo tampoco”) y en ese caso las farolas no se instalarán y
todos salen perjudicados. Esta es la esencia del problema de los
bienes públicos: el mercado por sí solo no es capaz de asegurar la
provisión de una cantidad óptima de los mismos.
Hay
diversos mecanismos para asegurar la provisión de bienes públicos
(es un tema que no se resuelve en una entrada en un blog, creedme),
pero hay uno de ellos bastante común: el sector público (gobierno,
ayuntamiento, o asamblea de la comunidad de vecinos) decide la
provisión del bien público correspondiente y recauda vía impuestos
(o derramas, o cuotas) los recursos necesarios para financiarlo.
Recientemente
ha surgido un caso interesante en relación a un bien público que
entiendo debemos preservar. Me refiero a la inmunidad frente a la
difteria, y por extensión, frente a otras enfermedades.
El
problema de la inmunidad tiene dos partes. Por un lado uno puede
elegir vacunarse y adquirir una cierta inmunidad individual frente a
la enfermedad. Esa inmunidad individual no es un bien público, es un
bien privado: es excluyente (la recibe quien se vacuna) y es rival
(si una dosis de vacuna me la pongo yo no te la puedes poner tú).
No todas las personas tienen la misma respuesta inmune y no todas van
a quedar perfectamente inmunizadas pero el hecho de que mucha gente
se vacune proporciona un efecto denominado inmunidad de grupo: si
mucha gente es inmune el germen causante de la enfermedad se
diseminará menos de modo que las personas no vacunadas o aquellos
cuya respuesta inmune haya sido baja disfrutan de una inmunidad de
grupo: no se infectarán porque la enfermedad no circula.
Las
vacunas tienen un pequeño coste: la molestia del pinchazo, tal vez
un poco de fiebre en algunos casos, pero su efectividad está más
que demostrada y sus efectos secundarios son muy leves. El consenso
científico sobre este extremo es abrumador. Sin embargo hay gente
que decide no vacunar a sus hijos. Mientras estas personas sean pocas
no son más que gorrones de la inmunidad de grupo, como el vecino que
no quería pagar la farola. El problema es que la proporción es
creciente y el bien público que debemos preservar, la inmunidad de
grupo, puede correr peligro. De la misma manera que pagar impuestos
no es voluntario, excepto que uno decida mudarse a otro país, la
decisión de vacunarse tampoco debería serlo. Sería preferible que
todo el mundo actuase de forma responsable de forma voluntaria, pero
si el caso no se da, creo que el Estado debe imponer la
obligatoriedad de la vacunación por el bien de todos.
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