sábado, 12 de mayo de 2012

Pigou y los políticos proxenetas

Arthur Cecil Pigou (el señor de la foto) era un economista inglés de comienzos del siglo XX. Fue amigo de Keynes y aunque mantuvo con él importantes discrepancias esto jamás enturbió su relación. De hecho, con el tiempo, Pigou "cedió" algo de terreno al "enemigo" reconociendo algunas de las aportaciones de Keynes como importantes.


Pero no quería hablar de Pigou (todo un personaje, la verdad) sino de un concepto anclado en sus estudios sobre bienestar: los impuestos pigouvianos.


Una de las primeras conclusiones de la microeconomía elemental es que bajo ciertas condiciones el mercado asigna los recursos de manera eficiente. La derivación de la proposición anterior se puede obtener con todo rigor y se denomina primer teorema fundamental de la economía del bienestar. Los teoremas, incluido el anterior, se derivan de una serie de axiomas de tal manera que podemos concluir que si los axiomas son verdaderos el teorema será aplicable. Un axioma fundamental del teorema mencionado es la ausencia de externalidades. Esto significa, en román paladino, que en una transacción económica no existen costes o beneficios para terceras personas. Si existen dichos costes (o beneficios) para terceras personas el mercado no asignará los recursos eficientemente. Esto se aprende en cualquier curso básico de Teoría Económica.


Afortunadamente existe una forma muy simple de corregir el anterior fallo del mercado y restaurar la optimalidad predicha por el primer teorema fundamental de la economía del bienestar: interiorizar esos costes (o beneficios) que se imponen a los demás mediante un impuesto (o subvención) al consumo de ese bien. Estos impuestos son los denominados impuestos pigouvianos, en honor a Pigou, que fue quien desarrolló todas éstas ideas.


Hay dos razones fundamentales por las que los impuestos pigouvianos gustan a los economistas. La primera de ellas es porque es una forma poco invasiva de arreglar un fallo en el mercado: hace posible la asignación eficiente de recursos sin que el gobierno tenga que asumir decisiones propias de los individuos, las familias o las empresas. El segundo motivo es que permiten recaudar unos recursos que pueden ser utilizados para aliviar la carga impositiva de otros impuestos más distorsionadores.


En nuestro entorno se cobran impuestos pigouvianos como el de hidrocarburos, el del tabaco o el alcohol. El problema de hecho es: ¿cómo se calcula el tipo del impuesto?, o dicho de otra manera ¿quién decide y por qué cuál es el impuesto óptimo de hidrocarburos o sobre las labores del tabaco?.


Parece evidente que dichos impuestos deberían establecerse en base a estudios sobre el impacto o la magnitud de las externalidades generadas. No siempre es fácil realizar dichas mediciones y de hecho puede haber discrepencias importantes dependiendo por ejemplo de cómo valoramos los costes sobre generaciones futuras. En cualquier caso, entiendo que aunque nos equivoquemos en los cálculos debemos tratar de fijar el impuesto con el objetivo de corregir la desviación y no con un objetivo meramente recaudatorio.


Ayer nos desayunábamos con que el Gobierno de Navarra va a subir los impuestos sobre el consumo de hidrocarburos con el eufemístico nombre de "céntimo sanitario". Ahora mismo desconozco si el tipo del impuesto es óptimo o no. Lo que sí sé es que la motivación de dicha subida no tiene nada que ver con la corrección de externalidades y que la evaluación de su importe es una operación para el ajuste del presupuesto general.


Es lo que ocurre con la política: presentamos a los políticos una buena idea (los impuestos pigouvianos), como quien les presenta a una bella jovencita de rizos angelicales, y en cuanto te das la vuelta le ponen unos tacones y un top, la colocan en una esquina y hacen de ella una puta.

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